Por tanto, cada uno de nosotros, para evolucionar, como
espíritus que forman parte de otro espíritu
colectivo mayor, nos necesitamos unos a otros, precisamos de las
experiencias de los demás y de su sabiduría y de
sus fracasos y de sus aciertos, para ir avanzando,
aparentemente
solos.
Es interesante darnos cuenta de que en la naturaleza
todo está organizado para la evolución de todos como grupo: nos
resulta imposible pensar o decir o hacer algo sin que ello
repercuta, de un modo u otro sobre los demás. Y otro tanto
ocurre a cada hombre. La
silla en que nos sentamos, el papel sobre el que escribimos,
el trabajo que
realizamos cada día, la carretera sobre al que viajamos,
la ropa que vestimos, el alimento que ingerimos, los muebles que
usamos, en fin,
todo, absolutamente todo lo que nos rodea y en lo que nos basamos
para vivir, es obra del hombre, lo ha hecho alguien. Por
supuesto, sin ser consciente de que iba a repercutir de modo
inevitable en la vida de sus hermanos, pero cumpliendo esa
ley que nos
hace evolucionar juntos y ayudarnos en la labor común. Por
eso el "ama a tu prójimo como a ti mismo" y por eso el
"perdonar hasta setenta veces siete", y por eso
"cuando diste de comer o de beber al hambriento o al sediento,
mitigaste mi hambre y mi sed." Y por eso la necesidad de que
vivamos "a tenor de las leyes naturales"
y del servicio
inegoísta y del amor sin
condiciones y de la tolerancia y del
perdón. Porque, ¿puede una célula del
dedo
meñique de la mano derecha pretender ser más parte
de nuestro cuerpo que otra célula de la oreja izquierda o
del estómago o del corazón?
Pues,del mismo modo, cada hombre no es sino una célula en
el cuerpo de Dios y, por tanto, con un origen común y un
destino común y una labor
común.
De ahí, de esa indisoluble unidad de todos, la
previsión del plan divino de
dotarnos, llegado el momento, por un lado, de un cerebro, capaz de
interpretar los estímulos de los sentidos para
manejarnos mejor en el mundo físico y, luego, para
traducirlos a la lengua del
espíritu y, más tarde aún, para trasladar al
cuerpo las órdenes y enseñanzas del
Espíritu. Y, por otro lado, de una laringe, un
órgano llamado, en primera
instancia, a hacer posible el intercambio de experiencias y
de
pensamientos, de ideas, de sentimientos, de emociones, y de
ilusiones entre los hombres, con el fin de ayudarse mutuamente en
la evolución común. Y luego, para pronunciar, en su
día, la palabra creadora, es decir, el sonido apropiado
para obtener el efecto deseado. O sea, para hacer lo que todo ser
creador hace: crear.
Con la finalidad, pues, de desarrollar esos dos órganos
necesarios, el cerebro y la laringe, el plan divino previó
la desviación de la mitad de la fuerza
creadora sexual, dedicada hasta entonces, en su cien por cien, a
la procreación, hacia la parte superior del cuerpo, para
dar lugar, a lo largo de las eras, a su formación y
perfeccionamiento.
Primero nació la laringe – rudimentaria, por supuesto – y
el hombre
empezó a emitir sonidos, más o menos inteligibles
para sus congéneres.
Ocurrió en la Época Lemúrica, cuando
alcanzamos el estadio animal. Pero nuestras primeras palabras no
fueron articuladas. Fueron meras onomatopeyas de los sonidos de
la naturaleza: el silbido del viento, el bramar de la tempestad,
el soplo de la brisa, el canturreo del arroyo, el rugido del
trueno, el crepitar de las llamas…Pero eran palabras
creadoras, puesto que provenían de la fuera creadora
sexual.
Necesitamos llegar a la Época Atlante para recibir la
mente y, con ella, la capacidad de pensar, de convertirnos en
seres autoconscientes, es decir, conocedores de nuestra propia
existencia, y situarnos conscientemente en el mundo, frente a
nuestros congéneres y frente al entorno. Entonces ya nos
hizo falta inventar las palabras que, por supuesto, conservaban
mucho de onomatopéyicas, pero contenían ya un
elemento distinto: una intencionalidad racional, un fin, un
contenido específico, aportación de quien la
pronunciaba. Porque el cerebro, como hermano de la laringe,
nació también gracias a la fuerza creadora sexual
y, por tanto, posee su capacidad creadora. La palabra, pues, y el
pensamiento,
fueron y son, decididamente, armas de
reacción en poder del
hombre.
4.- ¿Y qué contenía entonces una palabra?
Lo mismo que ahora. Por supuesto, sonido, es decir,
vibración. Pero también mucho más. Porque
una palabra, pronunciada por un hombre contiene, aunque él
no lo pretenda, y hasta lo ignore, su experiencia, su memoria, sus
conocimientos y sus emociones y pensamientos sobre el objeto que
esa palabra pretende significar. Dado que aún somos
incapaces de comunicarnos directamente mediante la
telepatía, nos resulta necesario comunicarnos con
palabras. Palabras que han de representar lo mismo que los
correspondientes pensamientos contendrían si nos
comunicásemos telepáticamente. Y ahí
está la dificultad: en que cada hombre tiene tras de
sí una serie inmensa de vidas y, por tanto, de
experiencias y vivencias, relativas a la idea que cada palabra
representa y, sin pretenderlo, impregna esa palabra con todas sus
vibraciones citadas. Por eso, la misma palabra tiene,
necesariamente, distinto significado para cada hombre. Porque, al
traducir el símbolo que es, cada cual le añade su
propio bagaje vital, enmascarando su sentido original. Ésa
es la explicación de que la misma idea se exprese en
distintos países con distinta palabra: porque no es la
misma idea. Si lo fuera, la palabra sería también
la misma. Si yo pronuncio la palabra "asiento", seguramente un
rey pensará en su trono, un mendigo en el suelo, un
oficinista en su silla, un inválido en su silla de ruedas,
un ama de casa en su asiento preferido en el hogar, un jinete en
su silla de montar, un colegial en su pupitre, etc. La palabra
será la misma para todos, pero lo que cada cual le
añadirá al mensaje inicial que contiene,
será distinto. De lo cual se derivará que cada uno
de ellos, si ha de responder a la frase en que esa palabra se
contiene, lo hará influenciado necesariamente por todo lo
que su memoria le ha aportado sobre el tema "asiento". Porque,
¿qué es realmente una palabra? Simplemente, el
símbolo de una idea.
Imaginemos, por un instante, que se nos traslada, con los ojos
vendados, a un país desconocido e imaginemos que, una vez
allí, se nos abandona a nuestra suerte. Nosotros, lo
primero que haremos será quitarnos la venda de los ojos.
Y, con gran sorpresa, descubriremos que ese país carece de
luz. Todo es
oscuridad. Y no tendremos más remedio, para poder
orientarnos en él, que utilizar nuestro oído, por
si nos llega algún sonido que nos oriente, nuestro tacto,
para saber en qué terreno nos encontramos y cómo es
nuestro entorno en cuanto a su densidad y
composición se refiere.
Esos dos sentidos, puesto que la vista no nos
servirá, al estar todo en tinieblas, serán nuestros
guías. Auxiliados, más tarde, cuando hayamos de
comer y beber, por el olfato y el gusto. E iremos almacenando en
nuestra memoria todas las experiencias, todos los
estímulos que esos cuatro sentidos nos vayan
proporcionando, y haciéndonos una composición del
lugar, imaginando cómo es ese mundo nuevo y cómo
podremos sobrevivir en él. Y trataremos de descubrir
alimentos y
bebidas y cobijo y de construir herramientas y
de utilizarlas
para hacer nuestra vida más segura y confortable y
llevadera. (Valdría la pena hacer aquí un inciso
para referirse a la obra del portugués universal Saramago,
titulada "Ensayo sobre
la ceguera" en la que, sin pretender estudiar el problema desde
nuestro punto de vista de hoy, sí plantea el que se
produce en una sociedad cuyos
miembros se van quedando ciegos súbitamente). Y, si
además de nosotros, descubrimos que hay allí otros
hombres en nuestra misma situación, rataremos de comunicar
a los demás nuestros hallazgos y de asimilar los suyos,
siempre con el fin dominar el medio, de saber más, de
manejarnos mejor y de hacer que los demás también
lo hagan y nos permitan participar de sus descubrimientos. Pero,
para poder comunicarnos con los demás, no tendremos
más remedio que inventar algo que nos permita hacernos
entender por ellos y comprender lo que ellos intenten
comunicarnos. Y entonces recurriremos a uno de los sentidos, el
más desarrollado, el oído. Y comenzaremos a
inventar palabras para designar las sustancias, los sucesos, las
vivencias y las ideas, palabras que, una vez aceptadas por los
demás, cobrarán vida propia y cada cual les
irá añadiendo acepciones y significados, de acuerdo
con sus sucesivas y propias experiencias. Eso es exactamente lo
que le ocurre a nuestro espíritu al verse encerrado en un
mundo de materia. Tiene
que percibir los estímulos de los sentidos, llevarlos, a
través del cerebro, al propio espíritu,
interpretarlos y hacer regresar la orden, de nuevo, pasando por
el cerebro, para reaccionar a ellos, a la vez que crea una idea
de lo que es nuevo y un registro de lo
sucedido. La primera será expresada por una palabra. Lo
segundo, se almacenará como memoria. Esa idea, pues, es y
será siempre estrictamente personal y nunca
podrá ese espíritu transmitir mediante la palabra
que la representa, todo lo que para él significa. Ni
podrá captar, a través de la palabra de otro, lo
que para éste contiene en realidad. De ahí la
insalvable dificultad de la traducción que, por necesidad, se ve
convertida en una re-creación. Porque, si la
traducción es literal, es decir, palabra por palabra, no
dice nada. Y, si es conceptual, se deja siempre fuera algo que
estaba en el idioma original y añade algo del idioma de
destino. Y por eso la triste pero real afirmación italiana
de "traduttore, traditore".
5.- A esa adición inevitable que todos hacemos a la idea
inicial que representa cada palabra se debe la enorme
incomunicación en que nos encontramos. La convivencia,
como consecuencia de esa adición y a que cada cual
considera que lo suyo es lo verdadero, lo exacto y lo
procedente, porque, como suyo que es, lo ve así, resulta
muy difícil, porque cada cual hablamos de una cosa
distinta y todos pretendemos tener razón, sin darnos
cuenta de que los demás tienen el mismo derecho a
considerar acertada su visión particular.
7
Se dice, estudiando el tema de la incomunicación, que,
cuando dos personas dialogan, en realidad hay doce dialogantes,
todos distintos y pretendiendo distintas cosas. A primera vista,
parece una exageración. Pero, cuando se examina el asunto
con detalle, pronto se cae en la cuenta
de que es cierto, de que son doce los interlocutores en cada
conversación entre dos. Y son éstos: – El que yo
realmente soy.
– El que yo creo que soy.
– El que me gustaría ser.
– El que el otro cree que soy.
– El que pienso que el otro cree que soy.
– El que me gustaría que el otro creyese que soy.
A estos seis interlocutores, lógicamente, hay que
añadir los seis de la otra parte, componiendo los doce
intervinientes en cualquier conversación. Claro que tal
cantidad de interlocutores hacen muy difícil el
entendimiento. Pero, para eliminar los diez sobrantes hace falta
lograr un escalón evolutivo que aún no está
al alcance todos: conocerse a sí
mismo. De ese modo, cuando ambos interlocutores se conocen a
sí mismos, no han de fingir ni de disimular ni de suponer
nada, por lo que los demás interlocutores desaparecen por
innecesarios.
6.- El hombre, pues, va creando palabras para responder a sus
necesidades de expresión. Y busca los términos
más exactos, desde su punto de vista, para expresar su
concepto de
las cosas. Pero "su" concepto, "su" visión, "su" idea,
"sus" conocimientos, "su" ser interno. Porque, queramos o no,
volcamos nuestro ser interno en nuestras palabras. A un hombre
iletrado le resulta imposible fingir cultura y
elevación al hablar, de la misma forma que al hombre culto
le es dificilísimo disimular sus conocimientos cuando
habla. Cada uno, pues, lo quiera o no, estará haciendo
público su nivel cultural, emocional e intelectual con
sólo pronunciar un par de frases en una
conversación intrascendente. Situación que se
agravará a medida que el tema sea más elevado o
más sutil o más complejo. Cada cual hará lo
que pueda, pero no más. Dará de sí lo que
tenga dentro, pero no más. Será todo lo exacto y
expresivo y contundente de que sea capaz, pero no más.
Podrá o no, como se dice de los dictadores, "vencer", pero
no "convencer".
8
Y es que, si cada palabra tiene para cada uno un significado, si
cada palabra es el símbolo de una idea, cada frase lo es
de un juicio. Y un juicio, que gramaticalmente supone una
afirmación o una negación, un sujeto y un verbo y
un predicado, supone también la utilización de
varias o de muchas palabras, cada una de ellas con su significado
íntimo
y su significado añadido o atribuido por quien las emplea
y, luego, por quien las escucha e interpreta. Así, del
mismo modo que cada hombre va configurando su propio
léxico, adaptado a su nivel, como él no es
más que un miembro de la
sociedad en que vive, va configurando al mismo tiempo, sin
pretenderlo, el léxico de esa sociedad. Por eso cada
grupo, pueblo, o raza acaba teniendo una lengua propia y distinta
de las demás. Ni que decir tieneque en ese proceso
desarrolla un papel fundamental el espíritu de raza de
cada pueblo, que trata siempre de efundir, de hacer crecer y
destacar determinadas características y de omitir o
mitigar otras; de poner la atención en determinados fenómenos y
no en otros; de valorar determinadas ideas o comportamiento
y no otros.
Se dice que el español,
el portugués, el italiano, el francés y el rumano
descienden del latín, que un día se habló en
todo el imperio romano. Y
que el alemán, el holandés, el inglés,
el sueco, el noruego y el danés, descienden del antiguo
germano. Pero, ¿hasta qué punto esa
afirmación es cierta? Las lenguas citadas no "descienden"
de ninguna otra. Simplemente "son" esa lengua. Porque el
español no es sino el latín que hoy se habla en
España;
y el italiano, el latín que hoy se habla en Italia; y el
inglés, el germano que hoy se habla en Gran Bretaña
y en Estados Unidos.
Ya que el latín no desapareció en ningún
momento, sino que fue cambiando, evolucionando, hasta llegar a
todas las variedades citadas. Porque las lenguas no reflejan sino
el ser interno de quienes las hablan y quienes las crean, sus
modos de pensar y de sentir y de ver las cosas y de reaccionar
ante los acontecimientos y de tratar de vencer las adversidades y
de inventar y de sobrevivir. Y van naciendo una serie de
refranes, verdaderas píldoras de sabiduría popular,
acreditados por siglos de vigencia y de comprobación; y
surgen los modismos, que responden a situaciones
específicas y muy repetidas y familiares; y aparecen los
neologismos, para atender necesidades de expresión nuevas
que la lengua existente no puede satisfacer con propiedad. Y
los idiomas, como quienes los van creando y modificando, acaban,
como ellos, siendo algo vivo, que refleja en todo momento el
sentir y el pensar del pueblo que los habla.
La siguiente manifestación del emperador Carlos I de
España y V de Alemania, que
nació en Flandes y no llegó a España hasta
los quince años, sin saber español y hablando
sólo alemán, demuestra que cada pueblo crea su
propia lengua y que cada individuo se
siente más cómodo con una expresión que con
otras. Afirmó este personaje: "Se debe hablar a Dios en
castellano; a los
hombres, en francés; a las mujeres, en
italiano; y, a los caballos, en alemán.
7.- Las palabras, sin embargo, no se van creando arbitrariamente.
Aunque no nos percatemos de ello, para crearlas obedecemos
ciertas leyes naturales, lo mismo que cuando pensamos, observamos
las leyes naturales que rigen el pensamiento y cuando digerimos,
respetamos o, mejor, cumplimos, ciertas leyes de la química. Y ello
porque, no lo
olvidemos, el hombre forma parte de la naturaleza y, por ello,
está sometido a las leyes que la rigen. Fijémonos
en los nombres. En nuestros nombres. A cada uno se nos da uno
determinado cuando niños.
Ese nombre siempre creemos,
estamos convencidos, de que es de libre elección de los
padres. Sin embargo, en el mundo oculto, no es así. Os voy
a contar algo que, con relación a este tema he vivido
personalmente. Cuando mi mujer y yo
esperábamos nuestro primer retoño, allá por
el año 65, y sin saber, ya que entonces no se
sabía, si sería niño o niña,
decidimos buscarle un
nombre. Para ello, acordamos varias cosas ineludibles: que no
hubiese ningún miembro de la familia ni
ningún conocido con ese nombre; que no admitiese
diminutivo; y que nos gustase a los dos. Con ese fin, cada noche
íbamos repasando el santoral completo y anotando los
nombres que reunían esos requisitos. Tras varios meses de
ilusionada búsqueda, dimos con los dos nombres que
más nos gustaron. Mónica si era niña y
Germán si era varón. No conocíamos ninguna
Mónica ni ningún Germán y en España
eran nombres prácticamente desconocidos. Nació,
pues, nuestra hija y se llamó Mónica. Dos
años y medio después nació nuestro hijo y se
llamó Germán. Pues bien, cuando llegó la
escolarización nos encontramos con la sorpresa de que en
la clase de mi
hija había nada menos que tres Mónicas y en la de
mi hijo, un Germán, además de él. Y luego,
descubrimos, con estupor, que España entera estaba llena
de Mónicas y de Germanes cuyos padres estaban seguros de haber
sido originales al elegir sus nombres. ¿Qué
había ocurrido? ¿no fuimos realmente libres al
escogerlos? ¿no era cierto que cuando los elegimos eran
prácticamente desconocidos? Sí. Era cierto, Pero
también lo era que, en aquellos momentos, durante aquellos
años, multitud de padres estaban buscando nombre para sus
hijos y fueron a elegir esos mismos nombres. Pero, ¿por
qué? Simplemente, obedeciendo una ley natural cuya
existencia desconocíamos y que se llama la Ley del Ritmo,
que hace que todo se repita cíclicamente, si bien, en
escala cada vez
mayor o más perfecta. ¿No nos ha ocurrido a todos
el que nos presenten a alguien y pensemos que el nombre que lleva
"no le va", que no tiene cara de llamarse así, que le
iría mejor llamarse de otro modo y hasta nos atrevemos a
decir qué nombre es el que le cuadraría mejor?
¿A qué obedece eso? A que percibimos una disonancia
entre la persona y el
nombre que pretende representarla. ¿Y qué sucede
cuando nuestros parientes o amigos, prescindiendo de nuestro
nombre, nos lo cambian y nos llaman de otra manera, con un
diminutivo o incluso con un apodo?
Pues que, para ellos, esa nueva denominación armoniza
más con nuestro modo de ser, por lo menos con el modo de
ser que ellos perciben. ¿Por qué a los iniciados se
les cambiaba antiguamente el nombre tras la iniciación?
Por el mismo motivo: el antiguo nombre ya no armonizaba con las
nuevas vibraciones. ¿Y por qué se cambian de nombre
los religiosos cuando hacen sus votos? Por la misma razón.
Siempre es
cuestión de vibración, de armonización, de
sonido. De la Palabra. Del Verbo. Siempre. Porque el Verbo
está en la raíz de todo.
8.- Hasta tal punto es importante el lenguaje,
el empleo de
las
palabras que desde Platón,
en su Cratilo, ha sido objeto de estudio por la filosofía.
En este campo, ha surgido durante el siglo veinte dos escuelas,
denominadas el Neopositivismo y la Filosofía
Analítica, representadas, respectivamente, por Schick y
por Wittgenstein, que han puesto el acento, precisamente, en el
lenguaje como
vehículo del conocimiento.
Y, basadas en esa inevitable incomunicación lingüística entre los hombres, han
llegado a negar la validez de la metafísica
y a afirmar que "las palabras no pueden entenderse fuera de un
contexto de actividades humanas con las que el lenguaje
está entretejido, es decir que, para entender cabalmente
el significado de una palabra hay que estudiarlo dentro del
"juego de
lenguaje" al que la palabra pertenece, dentro de un
contexto determinado". Y que "el significado de una palabra no es
algo objetivo, dado
siempre, sino que depende de su contexto".
De todos modos, habiendo llamado la atención sobre esa
incomunicación y, consecuentemente, sobre la cortedad de
las palabras para representar dignamente los pensamientos, no han
solucionado el problema, por otra parte, insoluble.
9.- Se habla en las Escrituras de "la Palabra perdida". Pero,
¿qué es la Palabra Perdida? En la Época
Lemúrica, cuando el hombre emitía los sonidos de la
naturaleza a que nos hemos referido, conocía de modo
instintivo la manera de crear, de producir el sonido apropiado,
la orden precisa, para que los elementales constructores,
obedeciendo el mandato
inexorable que contenía, combinasen la materia
obedientemente para darle la forma deseada. El hombre, sin
embargo, cuando recibió la mente y se convirtió en
ser pensante y esa mente recién nacida y por tanto
débil, fue dominada por el cuerpo de deseos, ya en
funcionamiento todo un Período y, consecuentemente,
robusto, surgió la astucia, es decir, la
utilización del intelecto para la satisfacción de
los propios deseos. Y fue tal el desaguisado producido, tratando
cada cual de utilizar sus poderes creadores, los mantrams de
poder que estaban en sus manos, y tal la serie de crueldades y de
abusos producidos por el egoísmo, que la Jerarquía
que dirige la evolución de la Humanidad consideró
necesario eliminar, por un lado, de la Tierra a
quienes, de modo incorregible, hacían mal uso del poder
creador y que son los actualmente llamados magos negros y, por
otro, borrar de la memoria de
todos los hombres, hasta que llegara el momento oportuno, esa
palabra creadora, esos mantrams heredados de las antiguas edades
y que el hombre hasta entonces había utilizado obedeciendo
las leyes de la naturaleza, de modo inconsciente, como las
primeras subrazas atlantes. Y esa fue a causa del Diluvio. Y del
tener que comenzar de nuevo a luchar por recuperar esa apalabra
creadora, entonces ya "perdida". Y en eso estamos. Pero ahora
sólo se puede
recuperar mediante la Iniciación. Los Auxiliares
Invisibles pueden usarla para crear tejidos y
materializar órganos y hacer curaciones y operaciones, por
ejemplo. Pero sólo se les confía a quienes se han
hecho acreedores a ello, mediante vidas de servicio desinteresado
y altruista al prójimo, y de quienes se está
completamente seguro de que no
harán de
ella el uso que en la antigüedad se hizo.
10.- ¿No os ha llamado la atención que tengamos en
la cara dos oídos, dos fosas nasales, dos ojos pero una
sola lengua? ¿Qué nos sugiere? Lógicamente,
que ella sola se basta para alimentar los dos oídos de
cada uno de nuestros semejantes. ¿Imagináis lo que
sería el mundo si cada uno de nosotros tuviésemos
dos lenguas que pudiesen hablar a la vez de cosas distintas o de
una misma cosa con distintas visiones?
El apóstol Santiago, en su maravillosa y profunda
Epístola dice.
"La lengua, siendo uno de nuestros órganos, contamina, sin
embargo,el cuerpo entero… De la misma boca salen
bendición y maldición. Y eso no puede ser…
¿Es que una fuente puede echar por el mismo caño
agua dulce y
agua salobre…? ¿De dónde esas guerras y de
dónde esas luchas
entre vosotros? ¿no será precisamente de esos
apetitos agresivos que lleváis en el cuerpo?
Deseáis y no obtenéis, sentís envidia y
despecho y no conseguís nada; lucháis y os
hacéis la guerra y no
obtenéis, porque no pedís o, si pedís, no
recibís porque pedís mal, para satisfacer vuestros
apetitos… Dejad de denigraros unos a otros. Quien denigra
a
su hermano o juzga a su hermano, denigra y juzga a la Ley; y si
juzgas a la Ley, ya no la estás cumpliendo; eres su
juez".
Muchos de vosotros habréis visto esa representación
consistente en tres monos sentados, uno de los cuales se tapa los
ojos, otro los oídos y el tercero, la boca, y que son
característicos del antiguo hinduismo. ¿Qué
significan? Pues que, para evolucionar debidamente, es un gran
consejo "no ver, no oír y no hablar", es decir, no ver lo
que no nos importa, no oír lo que no nos hace bien y no
hablar lo que pude perjudicar a alguien.
Resulta curioso observar que ninguno de los fundadores de las
grandes religiones ha
dejado escritas sus enseñanzas. Todos han preferido
transmitirlas a sus discípulos, de boca a oído,
para evitar su deformación y cristalización, y ello
porque la palabra hablada contiene muchos matices e
interpretaciones imposibles de plasmar en la palabra escrita.
Pero todos han visto frustradas sus esperanzas porque sus
seguidores las han escrito, según su propia interpretación, como no podía por
menos de ser y, luego, se han quedado aferrados a la letra y
nunca al espíritu de esas enseñanzas, lo cual ha
conducido siempre a la cristalización de las iglesias y al
fanatismo, con todas sus secuelas de crueldad, persecuciones,
injusticias, intolerancias, etc. Todo ello derivado del problema
de la interpretación, necesariamente personal, de las
palabras como símbolos de ideas.
11.- ¿Y qué uso hacemos nosotros ahora de las
palabras? Sabiendo que son creadoras y que, por tanto, producen
siempre un efecto sobre el entorno, y sabiendo que llevan consigo
ideas, que han de influir necesariamente a los demás,
hemos de reconocer que no hacemos de ellas el mejor uso
posible.
¿Qué efecto produce una conversación
intrascendente, de esas tan frecuentes en las que se pasan horas
diciendo nada? De momento, suponen un enorme desgaste de
energía. Y es lógico porque, para hablar, han de
intervenir todos nuestros vehículos: la mente, el cuerpo
de deseos, el cuerpo vital y el cuerpo físico. Y ello
exige un desgaste muy
considerable. Hasta el punto de que, aunque así no se
considere, el hablar es una de las actividades humanas que
más desgasta y, por tanto, que más cansa.
¿Qué finalidad tiene sino el silencio absoluto de
los cartujos o el relativo de las órdenes contemplativas?
Precisamente ése, el de ahorrar
energía creadora para, unida a la fuerza sexual que
también ahorran, mediante la oración y la
devoción y los actos altruistas, alquimizarla y
transformarla en pensamientos y en obras positivas.
Por eso en todos los idiomas, sin excepción, existe un
término, una palabra, un verbo, que expresa de modo
peyorativo o despectivo ese "hablar por hablar, sin decir nada,
para pasar el tiempo". En español decimos "charlar"; en
francés, "bavarder"; en alemán, "schwatzen"; en
ruso, "baltatch"; y siempre con un sentido de desprecio, como
demostrando que el pueblo, creador, al fin y al cabo, del idioma,
– sin olvidar que, en última instancia, el idioma es obra
del Espíritu de Raza propio de cada pueblo – sabe que no
es una actividad sana ni aconsejable, aunque frecuente.
Eso, sin embargo, de hablar por pasar el rato, nos ocurre
sólo de vez en cuando. El resto del tiempo, mientras nos
relacionamos con nuestros semejantes, querámoslo o no,
estamos también empleando palabras. Y ahí
está el problema, el meollo de la conferencia de
hoy.
Porque hemos dicho que la palabra es símbolo de la idea y
que una frase lo es de un juicio, de una opinión, de una
afirmación. Por tanto, si sabemos que nuestros
pensamientos, vibraciones al fin, son creadores, es decir, que la
energía sigue al pensamiento, hemos de saber
también que la idea, como fruto de la misma fuerza
creadora, tiene idéntico poder y puede, además
suscitar en los demás ideas análogas y puede
perjudicar a sus destinatarios y puede ayudarles, todo
según la intención con que se use y el
número de personas que la empleen.
12.- La palabra, por tanto, lo mismo que el pensamiento, nos
puede hacer evolucionar, si la empleamos ajustándonos a
las leyes naturales, o nos puede hacer retroceder en la
evolución, si la usamos de modo inadecuado.
¿Y cuáles son esos dos modos de empleo? ¿Y
dónde está el criterio para distinguirlos?
¿Y qué ocurre en cada uno de los dos casos?
El criterio para distinguir si estamos haciendo un buen o un mal
uso de nuestra capacidad de hablar está muy claro en la
Escritura:
"compórtate con los demás como a ti te
gustaría que los demás se comportasen contigo",
"ama a tu prójimo como a ti mismo", "un solo mandamiento
os doy: que os améis unos a otros como yo os he amado",
"no prestarás falso testimonio ni mentirás".
¿Está claro?
¿Y cuáles son los casos, las actividades oratorias
que empleamos en cada ocasión?
En el aspecto negativo, son varias las tentaciones: la mentira,
la murmuración, la calumnia, la injuria, la crítica, el falso testimonio, el perjurio,
la promesa incumplida, la imprecación, la blasfemia,
etc.
En el aspecto positivo: la oración, la alabanza, la
consolación, el consejo, la veracidad, etc.
Y en un aspecto neutro, que, según la intención,
puede ser negativo o positivo, están la enseñanza, los mantrams y la
invocación.
13.- Vamos, pues, a desentrañar qué se esconde tras
cada una de estas manifestaciones y, para ello, empezaremos por
las que se caracterizan por su aspecto negativo: a.- La mentira.
Es una afirmación contraria a la verdad, hecha
conscientemente. Hay que saber distinguirla del error, que
también es una afirmación contraria a la verdad,
pero inconscientemente hecha. Si yo afirmo que está
lloviendo, aunque sé que no es verdad, estoy mintiendo.
Pero si lo digo creyendo que es verdad, entonces, simplemente,
estaré en un error y, por tanto, libre de culpa.
¿Y qué efectos produce la mentira? El ocultismo
asegura que la mentira es, a la vez, asesina y suicida. ¿Y
por qué una afirmación tan tajante? Por la
razón siguiente: Todos sabemos que los distintos mundos se
interpenetran, que el mundo del pensamiento interpenetra al mundo
del deseo y éste al físico. Y eso quiere decir que,
cualquier cosa que
ocurra en este mundo, se produce también en los
demás mundos, ya que su sustancia está
compenetrando a la materia física. De ese modo,
cuando alguien narra un hecho de modo distinto a como ha sucedido
en realidad, inevitablemente se produce una disonancia entre las
vibraciones de la memoria de la naturaleza, que conserva una
imagen fiel de
lo sucedido, y la mentira, que la deforma. Y, como esas dos
imágenes se refieren al mismo asunto, se
atraerán en el mundo del deseo. Pero como discrepan, se
combatirán y debilitarán mutuamente. Por lo que la
mentira, además de asesinar a la verdad, se suicida al
hacer que aquélla la desgaste y acabe con ella. Pero como
ese mismo proceso se da en el interior del hombre, del mentiroso,
en sus cuerpos de deseos y vital, que conservan la mentira y la
realidad respectivamente, esa desarmonía entre ambas
vibraciones se reflejará en todos los vehículos del
mentiroso, produciéndole un desequilibrio interior,
fomentado por el
temor a ser descubierto, que se traducirá en nerviosismo,
alteración del carácter, etc. Y, si el mentiroso persiste
en su vicio, cuando, tras la muerte y su
pasaje por el purgatorio y los cielos, trate de crear los
arquetipos de sus vehículos para su próxima
encarnación, como estará acostumbrado a
distorsionar la realidad, construirá arquetipos
distorsionados que darán lugar a vehículos
imperfectos e inarmónicos que le producirán gran
quebranto en su próxima vida. Con lo cual el
espíritu podrá aprender la lección de la
verdad.
Es de notar, además que, dado que la verdad y la mentira
luchan inevitablemente, como hemos dicho, si la mentira se
repite, puede alcanzar tal vigor, que acaba por disolver la
verdad y suplantarla. Hecho éste al que recurren con
frecuencia la mayor parte de los políticos para que "su
verdad", es decir, la mentira que pretenden hacer prevalecer,
predomine sobre "la verdad" y la suplante convirtiéndose
en verdad oficial.
Sobre la mentira me gustaría hacer una
afirmación muy interesante y es la de que, sin ninguna
duda, el hombre fue programado para decir la verdad. ¿En
qué me baso? En una máquina muy interesante que se
llama el detector de mentiras. Porque, ¿cómo
actúa esa máquina? De un modo
muy sencillo: detecta los cambios en el ritmo cardíaco, la
sudoración, los tics involuntarios, la alteración
del ritmo respiratorio y su profundidad, etc. ¿Y por
qué? Porque se ha descubierto que, cuando mentimos, es
decir, cuando afirmamos algo que nos consta que es falso,
nosotros podremos decir lo que queramos, pero nuestro cuerpo
reacciona contra la mentira acelerando los latidos
cardíacos y el ritmo respiratorio y produciendo
sudoración y nerviosismo. Y eso es lo que detecta la
máquina en cuestión: la mentira. O, por mejor
decir, las consecuencias de la mentira. De lo que se deduce que
el cuerpo humano
no fue diseñado para mentir sino para ser veraz, ya que
todas las alteraciones que la mentira produce son negativas y
producen desgastes innecesarios de energía. No es casual,
sabiendo esto, el desgaste y el envejecimiento que experimentan
la mayor parte de los políticos a poco de ostentar el
poder. Y no es difícil imaginar el origen de ese aspecto
cansado que les caracteriza cuando, si de veras deseasen servir
al prójimo, y lo hiciesen por la vía de la
veracidad, deberían estar radiantes de felicidad y con
aspecto alegre y optimista. b.- La murmuración. El
diccionario la
define como "hablar entre
dientes manifestando queja o disgusto por alguna cosa" o
"conversar en perjuicio de un ausente, censurando sus acciones". La
murmuración es uno de los mayores enemigos del amor. Es
peor aún que la mentira, porque se goza en hacer daño,
en concentrar la atención de varios sobre lo negativo de
uno para resaltarlo a la vista de los demás, para que
éstos participen, y porque diluye la responsabilidad entre los murmuradores, ya que se
trata de una labor colectiva, a diferencia de la mentira, que es
algo individual.
Tan negativa y perjudicial se ha considerado la
murmuración en todos los sentidos y en todas las
épocas que, en la antigua Babilonia, nada menos que en el
siglo trece antes de Cristo, el rey Naram-Sin la castigó
explícitamente con la pena de
muerte.
c.- La calumnia. Es "una acusación falsa, hecha
maliciosamente, para causar daño". Participa, por tanto,
de la mentira, puesto que es falso lo que se afirma y se hace
conscientemente. Pero, además, añade el elemento de
la intencionalidad decidida y concreta, de hacer daño, de
perjudicar.
La calumnia es algo muy difícil de combatir. Una vez
lanzada
resulta imposible controlarla y averiguar hasta qué
extremo perjudicará al calumniado y, menos aún,
calcular sus posibles efectos.
Recuerdo que, en el colegio en que me eduqué, nos
ponían un ejemplo muy gráfico para ilustrarnos
sobre la calumnia y sus alcances.
Nos decían: "Imaginad que tomáis un pollo en
vuestras manos y subís con él un monte muy alto.
Que, una vez en la cima, lo peláis y vais lanzando sus
plumas al viento. Y que, cuando hayáis terminado de
pelarlo, intentéis recoger todas las plumas. Eso es la
calumnia. Y así de imposible es reparar el daño con
ella causado".
Un ejemplo análogo es el de arrugar un papel y, luego,
desarrugarlo y pretender que quede como antes. Es tan imposible
como borrar los efectos de la calumnia.
Abundando en la misma idea, al filósofo francés
Voltaire
decía: "Calumnia, que algo queda".
Se cuenta del político español Cánovas del
Castillo que alguien le preguntó si la calumnia se
podía combatir de algún modo, a lo que él
respondió rápidamente: "Si, haciendo lo que dicen
que hacemos".
d.- La injuria.- Definida en el diccionario como "Ultraje, de
obra o de palabra", supone el ánimo de ofender, al margen
de lo que se afirme del ofendido. Y, además, exige la
relación directa, próxima o, mejor, inmediata,
entre el ultrajador y el ultrajado. Es una actitud menos
frecuente que la mentira, la murmuración y la calumnia
porque aquí queda el autor al descubierto en el mismo
momento de injuriar.
La mayor parte de los duelos que jalonaron el siglo diecinueve y
los principios del
veinte se debieron precisamente a la injuria. Y supusieron una
serie de muertes estúpidas e inútiles que nunca
debieron ocurrir.
Sobre la injuria y sobre todo aquello que, dicho o hecho por los
demás y que nos duele o molesta u ofende, es preciso que
nosotros, estudiantes de lo oculto, reflexionemos seriamente.
Porque siempre que nos sentimos ofendidos estamos siendo
víctimas de un espejismo. Imaginemos sino que alguien nos
insulta o nos injuria y nosotros reaccionamos con una bofetada o
con otra injuria, pero en todo caso, excitándonos como
consecuencia del ataque de que hemos sido víctimas.
Imaginemos ahora, sin embargo, que esa persona, que nos ha
insultado u ofendido, hubiera hecho o dicho lo mismo, pero
nosotros no lo hubiéramos oído. Su
actuación, sus palabras y hasta su intención
hubieran sido exactamente las del caso anterior, en los mismos
términos y con la misma malicia e idéntica
intención. Pero nosotros no hubiéramos reaccionado.
No nos hubiéramos sentido ofendidos. ¿Qué
nos está diciendo eso? Sencillamente, nos está
haciendo ver que todo el enfado, los nervios y la reacción
a la ofensa es cosa exclusivamente nuestra. Que no hay
relación de causa a efecto entre el insulto proferido por
el otro y nuestra reacción. Es algo que nos conviene
reflexionar y aún meditar. Porque, cuando se ve con
claridad, se comprende qué equivocados estamos en casi
todas nuestras actitudes con
relación a los
demás. Y ello se debe a que nuestras auras están
tintadas con nuestros defectos y tendencias y no podemos ver el
exterior si no es a través de ellas que, necesariamente,
tintan lo que vemos o percibimos. Y es a ese defecto o a esa
intención o a esa inclinación nuestra a lo que
reaccionamos y no a lo que el otro ha dicho o hecho. O, en el
mejor de los casos, reaccionamos a lo que le otro ha dicho o
hecho, pero tintado siempre con nuestros errores y vicios y
tendencias y defectos. Cuando esto se comprende, una gran paz nos
invade y nos sentimos predispuestos a pasar sobre cuantos
insultos e injurias se nos infieran, con el fin de vencer
nuestros propios defectos, dispuestos siempre a actuar en
perjuicio de nuestra evolución espiritual.
e.- La crítica. Es la censura de las acciones o de la
conducta de
alguien. Estamos, pues, en el célebre y bíblico "no
juzguéis y no seréis juzgados". Es éste otro
de los defectos más perniciosos que emplea la lengua para
su manifestación. Trata de destruir, de socavar
prestigios, de contrarrestar éxitos o triunfos o hallazgos
o inventos o
creaciones. Y está
siempre basada en la envidia. Se dice, y con razón, que
los críticos literarios son escritores frustrados, a los
que guía, generalmente el despecho, la envidia, el
sentimiento de haber sido tratados
injustamente y el deseo de aprovechar la ocasión para
vengarse de ello en el inocente escritor, que no ha intervenido
en esa supuesta injusticia. Es, pues, además de fruto de
la envidia, una venganza mal dirigida. Y más
aún
cuando, gracias a nuestros conocimientos, sabemos que cada uno
somos y podemos y sabemos lo que nuestro propio esfuerzo en vidas
anteriores ha dado de sí, por lo que no podemos echar a
nadie la culpa de nuestros defectos o carencias.
¡Y qué frecuentes son las críticas,
precisamente en los Centros ocultistas! ¡Cuán pocos
miembros de los mismos saben resistir la tentación de
criticar a algún compañero que destaca por algo de
lo que ellos carecen! Y es que, cuando alguien experimenta
ampliaciones de conciencia y
comienza a ver claras cosas que antes no veía y a
transmitir sus hallazgos a los demás, sin saberlo,
está canalizando una gran energía que desciende
desde lo alto. Pero esa energía tiene la particularidad de
que, una vez alcanza a los demás, destaca en ellos lo que
en ellos predomina. Y si lo predominante es el amor o el
ansia de conocimiento o la piedad o la fraternidad o el
altruismo, verán incrementadas esas virtudes. Pero si son
la envidia o el despecho o el odio o la falta de
comprensión y de tolerancia, esos defectos se les
exacerbarán y se manifestarán de modo anormal, con
el fin de que recojan la cosecha apropiada a tales posturas, y
aprendan la lección de la tolerancia, la
comprensión y el compañerismo. Por eso se nos
recomienda la retrospección diaria, para que nos
acostumbremos a no mirar los defectos de los demás, sino
los propios, y tratar de corregirlos.
Viene a cuento
aquí la leyenda de aquel joven que pretendía
cambiar el mundo. Cuando llegó a la madurez, sólo
confiaba ya en cambiar su entorno. Y, en plena la vejez,
suplicaba a Dios que le diese la fuerza suficiente para cambiarse
a sí mismo.
f.- El falso testimonio. Consiste en atestiguar cualquier cosa en
juicio, sabiendo que es falso y en perjuicio de alguien, aunque
con ello se pretenda beneficiar a la otra parte. Es
recuentísimo en los juicios ante los tribunales de
justicia.
Hasta tal punto que en España, la prueba testifical carece
prácticamente de valor y los
jueces no la valoran como la ley pretende, precisamente por eso.
Casi podría afirmarse que la
mayor parte de los testigos son testigos falsos. En otros
países se ha recurrido a castigar el falso testimonio con
severas penas de privación de libertad, sin
gran éxito.
g.- El perjurio. Consiste en prestar juramento de decir verdad y,
luego, no decirla. Va siempre unido al falso testimonio, puesto
que, antes de declarar, todos los testigos han de prestar
juramento de decir verdad. Y, tan extendido está el mentir
en juicio que la propia ley distingue dos clases de juramento que
cada una de las partes en litigio puede solicitar que la otra
preste: el decisorio y el indecisorio. Si alguien solicita del
oponente el juramento decisorio, quiere decir que aceptará
como verdad lo que éste diga. Y si solicita el
indecisorio, que no lo aceptará como verdad. Pues bien,
todo el mundo en todos los juicios solicita de la otra parte el
juramento indecisorio. Porque, sencillamente, en los juicios
nadie dice la verdad. Es triste, ¿no? Cabe recordar
aquí la recomendación del Apóstol Santiago
en su Epístola antes citada: "Sobre todo, hermanos
míos, no juréis, ni por el cielo, ni por la
tierra ni por
ninguna otra cosa; vuestro sí sea un sí y
vuestro no, un no".
Valdría la pena ilustrar esto con una experiencia personal
que
demuestra cuán frecuente es esta clase de conducta. Yo
ejercí la abogacía durante veinte años pero
sólo conocí un solo caso en el que se solicitase
por una de las partes litigantes la confesión de la otra
bajo juramento decisorio. Se atrevió a ello un ilustre
compañero, ferviente católico, en un pleito sobre
bienes suyos –
de modo que no arriesgaba intereses de ningún cliente -, que le
tenía enfrentado a un sacerdote. Él estaba seguro
de su razón – el asunto estaba clarísimo – y por
eso quiso probar a ver qué ocurría con una persona
que se decía representante de Dios. Así que
solicitó que el sacerdote confesase bajo juramento
decisorio. Y perdió el pleito.
h.- El incumplimiento de promesa. La promesa es la
expresión de la voluntad de dar a uno o hacer por
él alguna cosa. ¡Cuántos incumplimientos,
cuántas informalidades, cuántas esperanzas que
quedan en el aire,
dejándolo impregnado de desilusión,
frustración, falta de confianza, tristeza,
dolor…
Uno de los casos más frecuentes de promesa incumplida, en
la vida moderna, es el de la falta de puntualidad, que muchos
consideran como algo normal y, algunos retrasados, hasta como
elegante. Pero que supone siempre una falta de educación, de
consideración, de respeto y de
amor, y el impuntual será responsable de todos los
sinsabores que se deriven para el otro, como consecuencia del
tiempo perdido, los nervios alterados y las expectativas
frustradas. Porque el tiempo es oro, dice el
refrán. Pero también lo es el tiempo del otro, que
los impuntuales desprecian olímpicamente. La
impuntualidad, pues, no es más que una muestra flagrante
de egoísmo y, por tanto, inaceptable en un estudiante de
la Sabiduría Occidental.
i.- La imprecación. Es proferir palabras que expresan el
vivo
deseo de que alguien sufra mal o daño. Es el
sinónimo de la maldición.
Y entran ambas de lleno en el campo de la magia negra. Porque
desear mal a alguien es siempre, sin excepciones, negativo, desde
que se nos enseñó a "amar a nuestros enemigos y a
orar por quienes nos persiguen y perjudican". Supone un sustrato
de odio o de deseo del mal por el mal y,
como suele ir cargada de una gran dosis de voluntad y de una
imagen mental bastante concreta, puede producir mucho
daño, del que luego tendrá que responder su
autor.
j.- La blasfemia. Es, según el diccionario una palabra
injuriosa contra Dios. Desgraciadamente, a medida que la sociedad
se laiciza, esdecir, se va emancipando de la influencia
religiosa, surgen más personas que, confundiendo la
gimnasia con
la magnesia, es decir, las religiones con
Dios, creen oportuno manifestar su oposición a las
primeras
ofendiendo al Creador. Por supuesto, ellos no saben que a Dios no
lo ofende nadie, entre otras cosas porque el propio blasfemo
forma parte de Él. Pero también ignoran que las
palabras Dios y Señor contienen, en todos los idiomas, una
vibración especial, muy elevada, por lo que han de
pronunciarse con el máximo respeto. De otro modo, esa
misma energía que descargan sobre quien las pronuncia, si
encuentra vibraciones de odio o de desprecio, como es el caso del
blasfemo, en el cuerpo de deseos, las disuelve y produce en
él un grave desequilibrio que, de repetirse, como suele
ser el caso, acaba dando lugar a trastornos nerviosos o
mentales.
14.- Estudiaremos ahora las manifestaciones positivas a
través de las palabras:
a.- Orar. Es, según el diccionario, la elevación de
la mente a Dios para alabarlo o pedirle mercedes. Éste es
el sentido normal de la palabra. Porque, a fuerza de hacer lo que
no debíamos, hemos llegado a identificar "oración"
con "petición". Y no es cierto. La oración, la
verdadera oración es sólo la elevación hasta
lo alto, para admirar, para alabar, para extasiarse en la
contemplación de la maravilla que supone la
creación, para unificarse con el Padre, para sentir la
caricia del amor divino en nuestro corazón.
La petición ya es otra cosa. Ya supone un deseo
egoísta y
exclusivo. Realmente, lo único que nos es lícito
pedir es discernimiento para comportarnos debidamente en la vida.
Es lo que pidió Salomón cuando Jehová le
dijo que le pidiese lo que quisiera y se lo
concedería.
¿Y qué ocurrió? Que Salomón le
pidió sólo discernimiento para gobernar con
justicia. Y Jehová le dijo: "por haberme pedido
discernimiento y no riquezas ni honores ni larga vida, todo eso
lo tendrás por añadidura". Y es lógico,
porque si actuamos con discernimiento, cumpliremos las leyes
naturales y éstas nos proporcionarán todo lo que
necesitemos. La oración posee una característica
muy particular y es la de que, como supone una elevación a
planos superiores, pone en funcionamiento una ley según la
cual, toda perforación de un plano para ascender a otro,
produce un derramamiento de energía del plano más
elevado sobre el inferior. Es decir, que es imposible que oremos
sin recibir inmediatamente la correspondiente y proporcionada
descarga de energía superior. Lo notaremos o no, porque
dependerá de nuestra sensibilidad espiritual y, de la
intensidad y elevación de nuestra devoción. Pero
esa energía de lo alto ingresará en nuestros
vehículos y los beneficiará y los armonizará
y los preparará para nuevos intercambios. Cuando
desarrollemos la suficiente sensibilidad, ese derramamiento de
energía lo sentiremos, de modo instantáneo, apenas
nos elevemos., Y unas veces se dirigirá al corazón,
otras a la garganta, otras a la frente y aún otras a la
coronilla. Pero sentiremos su llegada y su maravillosa sacudida
que da vida a todos nuestros vehículos.
Si formamos parte de Dios, si somos simples células de
Su cuerpo, es claro que Él sabe qué es lo que
necesitamos. Por eso Cristo, cuando le preguntaron cómo
debíamos orar, respondió, más o menos eso. Y
añadió, pero si queréis orar, hacedlo
así. Y pronunció el Padrenuestro, que estudiaremos
luego entre los mantrams.
En el Padrenuestro se nos puso el límite para nuestras
peticiones en este mundo: "El pan nuestro de cada
día".
Se nos dice, por otra parte, que debemos orar sin descanso o que
debemos orar y trabajar – ora et labora – o que debemos "pedir y
recibiremos". Pero esas frases se han interpretado mal. Orar sin
descanso quiere decir que nuestra vida entera, cada minuto de
nuestra existencia y, por tanto, cuanto hagamos y digamos y
pensemos, debe estar dirigido al cumplimiento del plan divino,
cosa que sólo podemos hacer observando las leyes
naturales, cumpliendo con nuestros deberes, sirviendo
inegoístamente a los demás, luchando con nuestros
defectos, ayudando y disculpando al prójimo, etc. Que
debemos orar y trabajar significa lo mismo, porque en realidad,
no debemos distinguir ambas cosas, ya que el trabajo es
para Dios y la oración también. Pedid y
recibiréis quiere decir que hemos de saber pedir y pedir
con discernimiento y nunca para nosotros.
No hace falta decir aquí que la oración es uno de
los mejores
medios para
evolucionar, ya que produce la separación entre los
éteres superiores y los inferiores y, por tanto, el
nacimiento del cuerpo alma,
condición sine qua non para llegar a ser Auxiliar
Invisible.
Recordemos que se nos dice que Max Heindel, cuando asistía
a los Servicios
devocionales, musitaba entre dientes el texto de los
mismos.
La explicación estriba en que, emitiendo la
vibración que las palabras del servicio contienen, se
refuerza la capacidad de éstos para evocar de lo alto la
energía necesaria. Es una prueba más del efecto
creador de la vibración en forma de palabra.
Recordemos también que se nos recomienda que, cuando
pidamos algo para otro, terminemos nuestro ruego con las palabras
de Cristo: "No obstante, Padre, que no se haga mi voluntad sino
la Tuya". ¿Y eso por qué? Sencillamente, porque
nuestro pensamiento es creador y nuestras palabras también
y cuando pedimos algo para alguien, estamos dando a los
elementales constructores de la naturaleza una orden de necesario
cumplimiento – dependiendo su obligatoriedad y rapidez de
cumplimiento de nuestra voluntad, de nuestra fe, nuestra
concentración y la claridad y definición de la
imagen mental creada – y, aunque estemos convencidos de que lo
que pedimos es lo mejor para esa persona, pudiera ocurrir que no
fuese lo que más le conviene y entonces, al crearlo con
nuestra mente y nuestras palabras, resultaríamos
responsables kármicamente del daño producido. Por
eso, esa frase, ese sometimiento al plan divino, nos protege de
todo error y de sus posibles consecuencias. La oración
corriente, esa de "Señor concédeme esto o aquello"
o "yo haré esto a cambio de que
tú, Señor, hagas aquello", entran de lleno en la
magia negra. Porque la diferencia entre el mago blanco y el negro
estriba solamente en que el primero actúa siempre en favor
de los demás y nunca de sí mismo, y el segundo
actúa siempre en favor de sí mismo y nunca de los
demás. Y la consecuencia de utilizar la capacidad creadora
egoístamente es una regresión, una
separación de los demás, un desgajamiento del
conjunto, puesto que la nota clave de la creación toda es
el amor y el mago negro, al actuar sólo por
egoísmo, se opone a la corriente evolutiva y va quedando
rezagado hasta que se rompe el contacto entre el espíritu
y sus vehículos y pierde sus átomos simiente y, por
tanto, su conciencia individual, y ese espíritu inmortal
que es, será relegado al caos donde esperará otro
día de manifestación.
b.- La alabanza. Es elogiar, celebrar con palabras. Si alabamos a
nuestros semejantes por sus virtudes, sus aciertos, sus
éxitos, sus realizaciones, estaremos llenándolos de
energía y de alegría y de deseos de continuar en la
línea seguida hasta entonces.
Debemos acostumbrarnos en ver en los demás sólo lo
bueno, lo positivo, lo digno de admirar, que todo el mundo lo
tiene. Y debemos adquirir el hábito de contraponer alguna
buena cualidad al defecto o crítica que cualquiera
manifieste sobre cualquier persona.
El sol tiene
manchas, es cierto, pero ¿no resultaría
estúpido fijarnos sólo en las manchas del sol
pudiendo admirar su luz esplendente que nos da la vida a
todos?
Pero ojo, no debemos confundir la alabanza con la lisonja ni la
adulación. La alabanza proclama lo bueno, lo positivo, lo
correcto en el otro, sin más finalidad que la de fomentar
todo eso en él. La lisonja y la adulación, por el
contrario, mienten en esa alabanza, aumentan artificialmente las
virtudes o los aciertos con el fin de, a cambio, obtener algo,
bien sea la amistad del otro
bien un favor o bien cualquier otra forma de recompensa, por el
engaño que la lisonja o la adulación suponen.
c.- El consuelo. Consiste en aliviar la pena o aflicción
de alguien. ¡Cuánta gente está necesitada de
consuelo, está hundida y las desgracias le impiden ver
claro y percibir la luz que lo llena todo? Nuestras palabras de
consuelo deben ser como un bálsamo, que la haga
armonizarse de nuevo, ilusionarse con la vida y hacer frente a
los avatares de la misma. Todos tenemos muy cerca a alguien que
está esperando nuestras palabras de consuelo. Son
ocasiones de servir que se nos ponen cerca para ayudarnos a
avanzar. No las desaprovechemos. Recordemos que una de las Obras
de Misericordia, precisamente, nos ordena "consolar al
triste".
d.- El consejo. Es la sugerencia a otro del modo, camino o medio
para lograr algo. ¡Cuántas ocasiones hay de
aconsejar al que no sabe qué hacer, y orientarle
honestamente hacia el buen camino! Es otra de las Obras de
Misericordia "Dar buen consejo al que lo ha de menester".
Es preciso tener claro que el consejo no debe darse si no es
solicitado. Es el que lo necesita quien debe pedirlo a la persona
que él cree preparada para dárselo. Así que
no debemos excedernos y meternos indebidamente a organizar la
vida de los demás, sin su previo consentimiento. Es
ése un terreno estrictamente personal y no tenemos
ningún derecho a violarlo con nuestra intromisión,
aunque sea bienintencionada. Otra cosa a tener clara: un consejo
no es, en modo alguno, una orden. Por tanto, nadie debe sentirse
ofendido si el aconsejado no sigue el consejo. Él es un
ser libre y como tal debe actuar. Y el consejo no tiene
más misión que
tratar de aclararle las ideas para tomar una decisión que
sólo a él afecta. Pero no la de imponerse
coactivamente frente a otras opciones posibles.
e.- La veracidad. Consiste en decir, usar o profesar siempre la
verdad. Por eso es veraz el que dice lo que sabe y sabe lo que
dice. ¿Y qué significa esa especie de trabalenguas?
Pues que el que es veraz, no sólo dice la verdad tal y
como la conoce, sino que sabe que lo que dice es verdad. El
concepto de la veracidad lo recoge la fórmula del
juramento ante los tribunales que aparece en el cine
americano: ¿jura usted decir la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad? El veraz, pues, no añade
nada de su cosecha, no adorna la verdad, pero tampoco oculta nada
ni disimula nada. Dice, simplemente, lo que conoce y tal y como
lo conoce.
Hay quien opina que ser veraz no es conveniente, porque en la
vida, a veces, no se debe decir toda la verdad. Eso no es cierto.
Es sólo una excusa para mentir o hablar del modo
más conveniente a los propios intereses. Porque ser veraz
no es decirle a la mujer fea que
lo es. Eso es poca educación. En ese caso esa persona no
sabe decir la verdad, porque ha podido omitir su juicio y no lo
ha hecho. Siempre hay una respuesta correcta que no falte a la
verdad y no haga daño a nadie. Y el veraz es el que sabe
encontrarla.
El veraz, por tanto, es una persona en la que se puede confiar,
que nunca nos fallará, que nos dará la seguridad de que
sus afirmaciones se ajustan siempre a la verdad.
La veracidad está muy próxima a la sinceridad,
refiriéndose ésta a un círculo más
reducido, generalmente a dos personas.
15.- Estudiemos ahora las actividades que, mediante al apalabra
pueden producir bien o mal: a.- La enseñanza.
Enseñar es mostrar o exponer una cosa para que sea vista y
apreciada. Enseñar es un privilegio difícil de
desarrollar con dignidad.
Supone una gran responsabilidad, puesto que puede inculcar al
enseñando conocimientos erróneos o perjudiciales,
de cuyas consecuencias será responsable el
enseñante.
Enseñar exige dos condiciones ineludibles, que son: saber
y saber enseñar. Porque si se sabe mucho, pero no se es
capaz de transmitirlo, bien por falta de léxico o de
estructura
mental o de hábito o por cualquier otra razón, de
nada servirá, a efectos docentes, toda
esa sabiduría. Y si, por el contrario, se sabe hablar y
exponer y explicar, pero no se tienen conocimientos que
transmitir, se estará también perdiendo el tiempo
propio y el de los alumnos.
La enseñanza, en el fondo no es lo que parece. En buena
ley, no consiste en meter en la cabeza de los alumnos
conocimientos nuevos.
No. Si los alumnos no experimentan la oportuna ampliación
de conciencia que convierte lo expuesto en parte de sus vidas y
de sus experiencias íntimas, la enseñanza no
servirá de nada. Por la sencilla razón de que lo
que llamamos enseñar es en realidad extraer, educir, sacar
de la memoria del espíritu unos conocimientos que son
suyos,
como parte de Dios que es, pero que no tenía actualizados.
Por eso el buen maestro ha de saber, antes que nada, sembrar la
curiosidad por el saber entre sus alumnos. Porque esa curiosidad,
ese interés
les irá obligando a exigirse a sí mismos y a ir
extrayendo de su almacén
interior, todo lo que los estímulos que representan las
enseñanzas que se les están impartiendo, evoquen en
el mismo.
No cabe, pues, aprender, sino descubrir. Y, cuando uno ha
descubierto algo por sí mismo – con o sin ayuda del
maestro – eso ya no lo olvidará nunca y pasará a
formar parte de su vida y estará a su disposición
en su memoria.
Es preciso también distinguir entre "conocimiento" y
"sabiduría".
El primero abarca todo lo práctico, lo externo, lo
utilizable, lo
comprobable, lo comprable y vendible. Y da nacimiento al erudito.
La sabiduría, en cambio, es lo que subyace a todo, la
esencia de todo, lo que lo explica todo, aquello en que todo se
basa y de lo que es consecuencia.
Y da lugar al sabio.
También es una de las Obras de Misericordia:
Enseñar al que no sabe.
Y es una obligación de todo estudiante de la
Sabiduría Occidental.
Cuenta Max Heindel que, cuando se encontraba sin esperanza porque
nadie podía darle respuesta al cúmulo de preguntas
que se agolpaban en su pecho, relativas a la vida y a la muerte y al
mundo y al tiempo y a la eternidad, apareció en la
habitación de su hotel un
hombre de agradable aspecto y le propuso responderle todas sus
preguntas de modo satisfactorio, pero con una sola
condición: que no divulgase esos conocimientos
maravillosos y celosamente guardados a lo largo de los tiempos.
Le añadió que se lo pensase. Que dentro de unos
días volvería y entonces ya le comunicaría
qué había decidido. Y, a los pocos días
regresó el personaje y preguntó a Max Heindel
cuál era su decisión. Max Heindel, con gran
angustia, respondió que deseaba más que nada en el
mundo esas respuestas que le sosegasen el espíritu, pero
que no podía aceptar el no divulgarlas porque estaba
seguro de que habría miles de hombres en sus mismas
circunstancias y no era justo privarles de esos conocimientos.
Así que prefirió no recibirlos. Entonces el
personaje le explicó que era un Hermano Mayor y que
aquélla había sido la prueba definitiva para
comprobar si era digno de que en él se depositaran esos
conocimientos para que los divulgase a toda la Humanidad. La
enseñanza, pues, es algo sagrado, algo que hay que
transmitir apenas se ha asimilado, pues la evolución
individual depende de la evolución del conjunto.
b.- Los mantrams.- Son palabras de poder, que producen
determinada vibración, que suponen una orden a
determinados elementales, y que éstos se apresuran a
cumplir, o que relaciona a determinados seres o determinadas
partes de un ser.
Existen muchas clases de mantrams, conocidos por los
iniciados.
Con cada Iniciación se tiene acceso al conocimiento de
nuevos mantrams, que permitirán al recién iniciado
manejar fuerzas y energías que antes no le estaban
sujetas.
Los mantrams más antiguos y poderosos, que utilizan
sólo los
Maestros, los trajeron los Señores de la Llama en los
albores de los tiempos.
Los mantrams se pueden pronunciar individual o colectivamente y
su pronunciación exige determinado tono y determinada nota
y hasta determinado ritmo y movimiento. A
veces se aprovecha para su pronunciación la llegada de
determinadas corrientes de energía para reconducirla donde
se desea.
El mantram más conocido en Oriente es la palabra "Om" o
"Aum" que, pronunciado correctamente, tiene la virtualidad de
acelerar el contacto del espíritu con la
personalidad, dadas determinadas características
evolutivas previas.
El más conocido en Occidente es el Padrenuestro, cuya
pronunciación, en debida forma, produce la
purificación y alineación o armonización de
los tres espíritus, los tres cuerpos y los tres aspectos
de la Deidad. De él trataremos detalladamente en una
próxima conferencia.
c.- La Invocación. Supone la utilización
simultánea de un
mantram y un deseo u oración. Es una petición a lo
alto en demanda de
ayuda urgente y definitiva o una orden perentoria a lo inferior
para obtener determinado resultado en beneficio o perjuicio de
alguien.
Cristo, para calmar la tempestad, utilizó una
invocación. Y también lo hizo cuando ,
dirigiéndose al Padre, dijo: "Si es posible, aparta de
mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad,
sino la Tuya". Y cuando consagró el pan y en vino,
convirtiéndolos en Su cuerpo y Su sangre durante la
Última Cena.
Hemos con esto dado un somero repaso a las muchas posibilidades
que tenemos, mediante el uso de la palabra, de hacer el bien o
hacer el mal. Y hemos expuesto el por qué. Ahora ya es
cosa vuestra el reflexionar sobre el tema, experimentar la
oportuna ampliación de conciencia para hacer propios esos
conocimientos y esforzaros en adelante por hacer el bien cada vez
que habléis o, en caso contrario,
callar.
Podríamos concluir esta conferencia afirmando que la
lengua es el altavoz del alma. Normalmente, no podemos saber lo
que los demás sienten ni piensan. Para eso, para darlo a
conocer a los demás, se nos dotó de la laringe.
Pero ésta de nada serviría sin la lengua. Es
ésta, pues, el órgano clave, pasivo pero
definitivo.
Y, precisamente por ser pasivo, por no intervenir ni en el
sentido ni en el contenido ni en la intención de las
palabras que pronuncia, puede adaptarse a todos los sonidos, a
todos los contenidos y a todas las intenciones, exactamente igual
que los altavoces.
Pero, fijémonos: si el mensaje a transmitir es
constructivo,
positivo, elevadamente emocionante, la intervención del
altavoz hará posible la elevación de los oyentes y
la creación de una vibración ambiental positiva.
Pero, si el altavoz no interviene, por muy bueno que sea el
mensaje, nadie lo percibirá. Y lo mismo sucederá si
el mensaje es negativo.
Por tanto, recordando esto, no permitamos funcionar a nuestro
altavoz congénito, la lengua, cuando el mensaje a
transmitir sea negativo. Callemos. Porque en boca cerrada no
entran moscas.
Antonio Justel
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